jueves, 30 de junio de 2011

El perro hambriento

Lo escuchaba aullar a la luna en la gélida noche. Lo sentía deshacerse en llanto implorando un mendrugo de pan, duro o esponjoso, qué le importaba ya a él. En aquel momento, transido de hambre y pena, hubiera aceptado, con la alegría de quien no conoce la maldad, incluso las pieles de patata cuajadas de hormigas que no podía alcanzar por estar en el lado del hombre.
El hombre lo observaba tras los barrotes. Podría él haber cogido las pieles, limpiado de ellas los insectos, pasar el brazo entre los barrotes y dejarlas suavemente bajo el hocico de aquel perro hambriento; y sin embargo, no lo hizo. Tampoco las cogió para sí, tenía comida. Prefirió dejar aquella salvación para un hambriento a merced de la tierra porque el hombre no concebía lo que era una punzada de dolor en el estómago y porque, siendo honestos, tampoco le importaba. Con todo, tuvo la presunción de mirar al animal a los ojos. Tuvo la altivez de sondear aquellas perlas negras, aquellos abismos que no juzgaban, que no le imprecaban por no alcanzarle el preciado alimento. Ojos más humanos que los suyos propios.
Al principio el perro aullaba sólo por la noche, cuando el silencio era el único abrigo que cubría su pelo mugriento y las estrellas, únicos luceros que guiaban su sombra hacia alguna mano amiga. Después, cuando sus carnes flacas empezaron a tiritar, aullaba todo el día. El hombre, encerrado como estaba en su prisión sin nombre, junto a más de la mitad de sus congéneres, vivía sus días sumido en la extraña placidez de la esperanza perdida. Cuando llegó allí, seis meses atrás, los rumores de una plaga habían volado sobre el viento y llegado a oídos de todos. Y bien debía ser verdad puesto que allí estaban, aislados, recluidos como perros sarnosos pero alimentados.
En la prisión no reinaba un mal ambiente. El silencio tenía ahora buenos compañeros: risas, charlas desenfadadas, saludos por la mañana y un “buenas noches” cuando el sol declinaba. Los reclusos comían y el hambre satisfecha los prevenía de unos instintos que pocos creían poseer. «El día que escasee la comida, yo la compartiré con mis compañeros, sí señor» «Desde luego, ante todo la humanidad, que animales no somos» «Frente al infortunio todas las almas deben ser una, todas las manos deben entrelazarse y todos los corazones deben latir al unísono». Así pensaban la mayoría de ellos, y lo afirmaban con vehemencia, golpeándose el pecho con el puño los hombres, poniéndose la mano en el corazón las mujeres. Y si así de convencidos estaban fue porque jamás pensaron que tuvieran que hacer frente a tales disposiciones.
El hombre, hay que decirlo, siempre estuvo fuera de tales paroxismos humanitarios. Si la comida faltaba, él no iba a compartir su parte.
Pero seguía escuchando el lamento del perro al sol y a la luna. Día tras día, también él con el estómago encogido de dolor pues lo que nunca creyó que pasaría sucedió. La comida se terminó definitivamente. El silencio se vio de pronto violentado y obligado sin remedio a tenderle la mano a los lamentos, a los sollozos, a los chillidos, a los insultos y a los vejámenes. El hombre vio en los ojos de sus compañeros y descubrió odio y desconfianza pues todos creían que alguien tenía comida escondida que no compartía. Algunas muertes se sucedieron, no como proceso natural. Se mataron entre sí aquellos hombres y mujeres.
Entonces pensó el hombre en el perro mientras aferraba contra su pecho enjuto el último mendrugo de pan duro que le quedaba. Tarde o temprano él también moriría víctima de sospechas ajenas. Pero el perro, ¡el perro lo había mirado sin nada más en sus ojos que tristeza! Salió al exterior, arrastrándose de hambre y congoja. El animal allí seguía, tendido en el suelo, silente su canción. El hombre se descubrió a sí mismo llorando, aullándole a la luna el lamento que el perro callaba. Ahora lo consideraba su igual y era ya tarde para tenderle su mano. Tarde.
El hombre deslizó el brazo entre los barrotes. En la mano llevaba el mendrugo de pan que dejó junto al hocico del perro, rozándole la trufa gélida. El tesoro más preciado de la prisión pertenecía, al fin, al ser más noble. Sin embargo, tarde.





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2 comentarios:

  1. Excelente amiga!

    Escribís muy bien y es un placer leerte!

    Saludos!

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  2. ¡Muchas gracias, amigo! :D
    También por haberte tomado la molestia de leerlo ^^

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